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viernes, 7 de octubre de 2011

Claudia Masin Sobre el libro "El hueso de la sombra" de JULIA MAGISTRATTI

La luz que llegó de la sombra
“Siempre somos la parte que a otro le falta”,   escribe Julia Magistratti en el primer poema de su libro
“El hueso de la sombra”. Y es toda una declaración de principios que revela no sólo la dirección de una poética,
sino, fundamentalmente, de una ética. Nada está separado de nada, parece decirnos Julia una y otra vez en sus textos.
“Lo que le sucede al planeta, nos sucede./ Lo has sentido cuando remontaste un barrilete/ o bebiste con sed en un canal del Perú", escribe.No hay tal cosa, entonces, como una experiencia individual, sino más bien una
experiencia común construida a partir de cada vida que se enlaza a otra vida y
a otra, hasta formar un tejido que a veces nos sostiene, pero cuyos agujeros y desgarraduras
nos vuelven –también- vulnerables a la caída. Dice Julia “Todo el esfuerzo humano ha sido/ siempre/ no dejar partir/en su caída/
lo que cae
”. El oficio de poeta será entonces –y lo es en este libro- como
el de la hilandera, cuando remienda lo que desprotege el cuerpo, lo que ya no
abriga, hasta transformarlo no en lo que era (hilanderas y poetas sabemos que
eso es imposible) sino en lo que puede  ser. Trabajo ligado a la esperanza y a
la reparación, pero también fundado en la pérdida, en el deterioro y en el daño.
Pero “al cabo, escribe Magistratti, ganará lo intacto”. Porque aunque lo que
fuimos antes del desencanto, de la primera desilusión no puede ser traído hasta
nosotros, devuelto, sí es posible convocarlo, mediante las palabras darle el
hálito vital que necesita para seguir existiendo como fuerza, como potencia
ciega que empuja hacia la luz. Así vuelve la infancia, piedrita olvidada y sucia
que la poesía de Julia hace brillar como un diamante en las palabras que elige
para acercarse a ella: “Las nenas sin origen/–escribe-  Imágenes que logran el milagro de hablar de aquello que no sabe ser nombrado sino vivido, porque nos ha sucedido en tiempos de los que guardamos apenas retazos, el tacto, las imágenes fragmentarias, los
se iban en vicio igual que los ligustros./ Tenían la siesta entera de los patios/Heredaban las lastimaduras/
y los cardos de los fondos”.
pies descalzos, la piel sucia y tirante por el sol, el calor, la risa. “Y yo que quisiera permanecer en un sitio
que no tuviera marcas/para dejar algo”
, dice la poeta, y lo hace: entra en
su propia infancia, en la de cada uno de los que la leemos, el único territorio
que conocimos donde no existían todavía marcas,  donde  toda  experiencia  relucía  porque  era
 por  primera  vez  que la  vivíamos,   entra –entonces- en la infancia y nombra,
dice las palabras que hacen su marca en lo pasado, y después retorna, siguiendo
las  frases que ha ido arrojando a su paso como quien deja
“piedras en los caminos´para que algo tocado por tu mano se incorpore al mundo" 
En un reportaje, el ensayista John Berger cita a Andrea Dworkin,
quien dice: "no tengo paciencia con los invulnerables, con aquellos que no han sido tocados por un temporal,
esos que nunca se han derrumbado. Grandes puntadas, desgarros mal cosidos, nada muyEl hueso de la sombra” nos entrega ese fogonazo que “sale y reluce” propio de quienes sí se han
lindo. Entonces algo sale y reluce. Pero a los lustrosos, a esos no los soporto"
derrumbado a veces, esos que sí han perdido –y recuperado, y vuelto a perder- la fe y la templanza:-escribe Julia-
 “Yo me hice mil veces en el barro/después de las lluvias/
Me oscurecía para que no me vean/
las enfermeras/ que cada tanto entraban en la casa/trayendo vírgenes en las
estampas y/ la mala suerte en las agujas”.
Quien ha sido herido de esta
manera y ha sobrevivido para decir de su herida, no sólo se cura a sí mismo
cuando escribe poemas así: nos cura a todos. Su rabia es tan delicada y tan
precisa que va transformándose, casi imperceptiblemente, en una forma del amor.
Amor fati, decían los estoicos. Amar el acontecimiento.
Ser dignos de lo que nos sucede.No hay resignación ni queja en estos textos, sino un amor
furioso capaz no de cambiar lo que ha pasado sino de tomarlo entre las manos
para transmutar su halo de  dolor en escritura, rabia, belleza, medicina.  

Julia Magistratti, como dije antes, plantea no sólo una estética sino una ética en
sus libros. Y esa ética está fundada en la idea de no separatividad, es decir,
en la certeza de no constituir una unidad aislada sino -más bien- formar
parte de todo lo que existe. Y eso, a su vez, implica, como dice Helene Cixous,
“politizar la poesía”, es decir, entender a la escritura poética como un acto fundamentalmente ligado a la
empatía, a la capacidad de comprensión y compasión hacia el sufrimiento ajeno. Escribe Cixous: "Tenemos que politizar la poesía. Lo necesitamos. Si queremos
existir vivas, llegar a ser contemporáneas de una rosa y de los campos de
concentración, tenemos que pensar lo intenso de un instante de vida, de cuerpo,
y los tormentos de las hambrunas. La vida tiene que pensar la vida y
contra-pensar la muerte. Es lo mínimo que se puede hacer, no necesariamente
escribir, sino acercarse con nuestra piel, con nuestro corazón, cada cual con
sus medios, al sufrimiento ajeno. No dejarlo solo. E intentar ser el testigo de
ese sufrimiento. Escribir poéticamente es acercarse a los otros en lo que
tienen de más vivos, más mortales, más moribundos.”
En la década
del ‘90 tuvo su apogeo una escritura que podríamos llamar antipolítica, (o
neoliberal, que es lo mismo) en la cual precisamente la separatividad era lo
que reinaba, encarnada en mecanismos como la ironía, el desapego, el
distanciamiento emocional, que develaban una concepción de la poesía como
ejercicio solipsista, centrado –y enamorado de- la propia individualidad. Dice
Deleuze que en la ironía hay una pretensión insoportable: la de pertenecer a una raza superior,
la de ser una propiedad de los amos. El gesto lírico, en cambio, podríamos decir que es
minoritario, plebeyo, como alguna vez dijo en una entrevista Diana Bellessi. Es
minoritario porque lejos de ser la encarnación de la fantasía de ser la voz del
amo, habla de aquello de lo que nos da vergüenza hablar en voz alta, de aquello
que desde siempre nos fue enseñado que no debíamos decir en público. Es el
murmullo de las emociones que nos dan pudor, que no encuentran cauce en el
discurso cotidiano, adulto, en el discurso del poder. Es la voz tímida de lo
que se resiste a crecer, a ser aplastado bajo el mandato de la
productividad,  la voz de lo que en cada
uno hay de oprimido y de rechazado, “las nenas sin origen” del poema de Julia
buscando liberarse y encontrar al fin una subjetividad vasta y generosa como una tierra,
que se enorgullezca de que esa -precisamente esa y no otra- sea su voz. Por eso –para mí- eso que suele
llamarse “tono lírico” en la poesía, es a su vez político, representa una
manera de plantarse ante el mundo, ante los semejantes y ante los discursos
hegemónicos que nos atraviesan (antipoéticos a la vez que antipolíticos, me
gustaría agregar).

Politizar la poesía es comprender también que si bien la poesía no va a cambiar el mundo
de una manera radical –no va a hacer la revolución-  sí tiene
la capacidad, más modesta y más sencilla, de transformar el corazón de las
personas, de tocar la sensibilidad de los otros, y eso desata una reverberación
que se expande, y que aún desde su círculo pequeño, es capaz de transmitir
calor y luz a su alrededor, es capaz de volver visible lo que hace falta que lo
sea. Como dice Julia, "la luz es  denuncia” y la poesía sabe iluminar. Esa es su humilde revolución.

Quiero citar nuevamente a Helene Cixous, quien, en un fragmento de su libro
“La risa de la medusa”, que leí paralelamente al libro de Julia Magistratti, dice:
“Hay mujeres que hablan para velar y para salvar, no para atrapar, con
unas voces casi invisibles, atentas y precisas como dedos virtuosos, y rápidas
como picos de pájaros, pero no para sujetar y decir; voces para permanecer muy
cerca de las cosas, como su sombra luminosa, para reflejar y proteger las cosas
que siguen siendo tan delicadas como los recién nacidos. (…) Si escriben, lo
hacen para rodear de los cuidados más delicados el nacimiento de la vida”.
Julia,
estoy convencida, es una de esas mujeres. Y la valentía, la verdadera bravura
ante la vida y la muerte, es esa: la que permite seguir acercándose con
delicadeza a las cosas, aún en medio de cualquier adversidad, sin dejarse ganar
por el desánimo, sino haciendo un arte de la propia resistencia, un arte que no
pueda ser doblegado ni coartado ni domesticado, luminoso y libre como el mundo
que crea a partir de su acción. Un mundo iluminado por el resplandor que deja
salir de sí el hueso de la sombra, cuando nos atrevemos, como se atreve Julia
en este libro, a entrar en su oscuridad y amarla.

 CLAUDIA MASIN