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jueves, 25 de febrero de 2010



Victoria Schcolnik

Regreso de allá como si una pareja
me hubiera elegido entre cientos de niños
para llevarme consigo y dejar atrás
ese suelo incauto donde se cultiva
una especie extraña de flores: ramitas
que se enredan para pasar la noche.

En ese jardín se entierran los corazones
de los niños, así lo más sagrado
aprende a vivir en la tierra. Y un día
alguien les pone ropa, les da una lengua
y van olvidando cómo atravesar
las sequías, las tormentas. Y lo curioso es que aún viven
a la vera de un peligro:
que el viento los toque y los desarme 
porque están hechos de barro.
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En las madrugadas me despertaba temblando:
un cuerpo tan pequeño, traduciendo para sí
la fuerza que lo mantiene vivo,
como un telégrafo que desconoce su función, un aparato que vibra
y transmite mensajes a otra persona que está lejos
pero sufre la misma guerra.

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Soy a la vez huérfana
e hija de todas las cosas,
con las que mantengo una relación de espera
porque mis actos están destinados
a darme la paciencia que me lleve
a un intenso y quieto fruto
que se desprende.

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Alguna vez voy a vivir de lo poco
que pueden darme las cosas:
entre las flores, prendida a su aroma como una criatura
que descubre la fuerza tangible de la planta.
Como si un día ya no soportara
las grandes cantidades y sólo pudiera quedarme
al borde de un poder: la carne de las flores,
su inminente belleza.

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La ceniza es liviana porque ha dado
Irene Gruss


Si las lágrimas fueran los hilos
que enhebran lo que ya no sostengo y cae
como frutos que se revientan
contra el calor de la tierra, entonces,
inventaría un rito para evocar el llanto
y así se irían de mí esos dioses
que cuando entregan su manera incierta
yo recibo en mis manos y termino
alzando arena: ese polvo, que aunque sea liviano,
se desliza entre los dedos; no se deja tener.

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Así quedó el árbol
luego de unas pocas semanas
de haber tenido adheridas a sus bordes
las flores, ya no es lo mismo
el roce del aire contra la corteza:
esa forma tranquila con que las manos
se acercaban al cuerpo, concediéndonos
una fragilidad que reservamos para esos instantes
en los que la atmósfera pierde la aspereza
y de nuevo estamos entre flores, y somos el fruto que va a caer.

Si no puedo olvidar esa frágil manera
en que se acercaba el mundo, no resistas,
no reniegues, esto es lo que traigo.

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Estoy contra tu cuerpo,
un pulmón externo que te trae el oxígeno
un par de branquias desde donde te llega
el olor de los camalotes, porque estamos en el agua
como la red perdida de un pescador, que ya nada captura
y se acerca a la arena
a los granitos que fueron uniéndose en la humedad
y ahora son la única materia sólida que nos toca,
un roce que me convence:
estamos unidos como si el mundo fuese agua
y no tuviéramos que ahogarnos.

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Su amor es la crecida de las aguas,
sube por mi cuerpo como si sólo existiera en el instante
en que la superficie del estanque se rasga
por el aleteo de la mosca
y ya después, una vez dentro, la vida se hunde.

¿Es este el modo del amor: si termino
por completo dentro de él, muero?
una muerte como la conocen los niños
a través de las historias de los padres:
el que muere se va a dormir, entra
muy lentamente en el sueño, y nunca despierta.

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Y el faro

muestra su cal a la luz del día, en la cual
cada cosa explica a otra
no a sí misma


George Oppen


Yo quería escuchar con precisión lo que decías
como si una palabra fuera
condescendiente con lo que significa, no sabía
que el centro de tus palabras, el tesoro
era esa marea caliente que quedaba en mis oídos
cuando tu boca se alejaba, como el océano
que retrae sus olas y no puede llevarse
la humedad de la arena consigo.

Este aliento es el que le va a dar
un fondo a las células de mi cuerpo,
-el mar en donde siempre voy a recordarte-
porque es lo que el otro no puede
llevarse de sí mismo, lo único que conocemos.

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A veces se abre la tierra
y desborda un líquido caliente que hiere
del mismo modo que los carceleros a sus cautivos
para que confiesen: casi sin matarlos.
Y porque están las palabras
adheridas al cuerpo antes del cuerpo
pronunciarlas se vuelve un acto
de desprendimiento de la propia vida
una violencia mayor que la tortura.

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Este es el medio que encontré para permanecer
apartada de la profundidad: mirar fijo
como si creyera que viéndolo todo
podría escapar de lo mirado.

Estamos sucios de tierra
llevamos pegada a la comisura de los labios
la palabra maciza que está antes
de que podamos tocar lo que verdaderamente amamos.

¿Porque no es la profundidad, acaso,
el amor?

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Encontrar el hueco a la fruta
donde se adormeció el gusano, la cañada
que nos lleve al corazón del alimento en el que crece
el pequeño refugiado, porque es el centro quieto
el que lleva el nutriente: la semilla donde se instala,
precario, quien busca quedarse
en el lado reunido de las cosas.

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La semilla en mi mano es una piedra
hecha a la medida del puño.
Es extraño como lo que vi y delineé,
ahora apenas me toca, y quizás
la palabra sea la única que puede volver
a traer la piedra entera;
aunque la semilla siga posada en mi mano
como esos juguetes que los niños
esconden bajo la tierra, creyendo que todo lo que hay debajo
está destinado a crecer.


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Si tocase, si de verdad pusiera sus manos
sobre el animal y lo tocara, no resistiría
esa candencia, acostumbrada a la fragilidad de su cuerpo,
quedaría incendiada en el goce ajeno.


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Aprendí a guardar el dolor:
una costumbre parecida a la de esas familias
en las que hay un ancho silencio
y lo custodian como una herencia.
Pero las generaciones desaparecen
en ese mismo silencio que procuraron no delatar
y que en cada palabra ahorrada, se fue convirtiendo
en el lugar en el que habrían de morir.

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Mi centro es la violencia.
Pido porque cese esta brutalidad
como los santos ruegan
no caer en la tentación.





Victoria Schcolnik nació en Buenos Aires el 23 de marzo de 1984. Publicó El refugio (Editorial Abeja Reina) en 2008, los textos aquí publicados pertenecen a Una tierra (Curandera ediciones 2011)